jueves, 18 de octubre de 2012

Mucho ruido y pocas nueces.



Una vez por semana suelo ir con una amiga a almorzar por ahí. Frecuentamos varios sitios, siempre por la zona de Triana. Y nunca faltan jóvenes músicos callejeros. Yo les doy sonrisa flaca y propina generosa, ya que nada más puedo hacer por ellos. Mi amiga les da dinero sólo de vez en cuando, pues no es partidaria de esa clase de caridad; cada uno tiene sus ideas, claro...

A mí lo que me pasa es que tengo dos problemas con estos músicos. Tal vez no sea acertada mi actitud, pero creo que para ellos lo fundamental es el dinero; no sonrisitas y amabilidades vacías que no les solucionan nada; vamos lo de "mucho ruido y pocas nueces". Por supuesto, siempre se agradece un gesto si es amable, pero hasta ahí y no más. Ese es mi primer problema, ser o no ser más expansiva.

Mi amiga, cuando les da dinero, somete a los chicos a un cuestionario: de dónde son (suelen venir de Italia, Portugal o Rumanía...), edad, cuánto tiempo llevan aquí, etcétera. Y eso me pone nerviosa, es mi segundo problema. Lo terrible es que no puedo soportar que se me acerquen: me da mucha tristeza porque no puedo hacer nada por ellos, y además, pudiera ser que ellos interiormente estén pensando que qué me importa a mí, ¿acaso es que puedo resolverles la vida? Y por si fuera poco, también pienso que podría ser un hijo mío quien se viera en esa situación: lejos de su país, de su familia, sin futuro...; agradeciendo la caridad de unas viejas locas.

En el almuerzo de la semana pasada, a punto estuve de salir corriendo. Cuando los músicos se acercaron, tras finalizar uno de sus temas, les dimos dinero y mi amiga, como de costumbre, a rellenar "el cuestionario" ¡como si fuera un pasaporte! Los dos chicos habían estado un tiempo en la península y luego decidieron venirse por el clima. Tenían veinte años, eran rusos: uno tocaba el violín y el otro el acordeón... Cuando terminó todo y yo esperaba que se marchasen, el del violín, un rubio de cara angelical, volvió a empuñar el arco y nos obsequió con una canción dedicada a nosotras.Y eso sí que es algo que yo no soporto. Ya me emociona demasiado la música, que es lo que más me gusta del mundo, para encima tener que aguantar semejante cosa: la commoción de que aquella música sea "para mí". ("Tócala, Sam").

Terminaron los chicos de tocar, más dinero y, horror de horrores, no se marcharon sino que el del violín nos obsequió de nuevo. Yo no podía más; un montón de emociones me estallaban por dentro, me estaba poniendo histérica. Terminó la música y se fueron, esta vez sólo con sonrisas de despedida...

Y yo me volví a sentar, pues ya me levantaba de la silla para huir...

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